Gaar Piel de Lobo sentía el galope violento con mayor intensidad en sus órganos que en sus músculos. Todo su cuerpo vibraba y rebotaba con cada zancada. El caballo bufaba y a Gaar le pareció distinguir una veta de satisfacción además del esfuerzo. Se acercaba el momento decisivo y espoleó su montura con un cachete en la grupa. Clavó las rodillas con fuerza en los flancos y acompasó todo lo que pudo su ritmo, hasta que ya no supo dónde empezaba y terminaba montura y jinete. Pelo, piel, sudor y músculo se confundían, arriba, abajo, arriba, abajo y siempre adelante, adelante. Suavemente y escorando el cuerpo hacia la izquierda, descolgó el arco con su brazo derecho en un movimiento cien y mil veces repetido. Pasó como siempre el pulgar por la suave madera de arce hasta el pequeño nudo junto al mango antes de cambiarlo de mano. A continuación, inclinando el cuerpo hacia delante, sacó del cinturón en su costado izquierdo una larga flecha rojiza y la dejó colocada contra la cuerda. La manada había ya notado su presencia y tras meros instantes, empezaron a correr al unísono en estampida hacia el sur, en la bisectriz entre Gaar y el río. Sin embargo, aún tenía unos segundos antes que la distancia fuera insalvable para su ojo y su brazo. El viento en su cara le apartaba los cabellos del rostro y el sol a su espalda le mostraba los cuartos traseros de su objetivo, una cría que corría desbocada junto a su madre. Esperó apenas un latido y entonces se incorporó, presionando con sus piernas para abrir ligeramente la trayectoria del caballo y ganar ángulo de disparo. Armó el arco, apuntó y disparó. Había aprendido hace tiempo a dejarse llevar por el instinto en esos momentos, y que fuera su cuerpo el que guiado por los sentidos y la experiencia, tomara el mando, dejando a la cabeza como mero testigo de su destreza. De pronto, pareció como si la cría hubiera tropezado y cayó girando sobre si misma. Gaar calculó que la violencia de la caída se debía a que la flecha habría seccionado un tendón de la pata. Mientras lo pensaba, su cuerpo reaccionó cargando y disparando una nueva flecha, que quedó ensartada bajo la oreja de la cría de alce. Acercándose al trote, desmontó y aseguró su presa con un golpe seco de pedernal en la base del cráneo. Cargó el animal en la grupa del caballo y montando de nuevo, remontó el cauce del río hacia el norte hasta una ensenada que había localizado en las horas previas a la caza. Al día siguiente llegaría de vuelta al poblado de su exploración del Valle del Sur para la migración del invierno, pero esta noche aún dormiría solo y al raso. Truk Cabeza de Tejón se ofreció a acompañarle como el año anterior, pero Gaar había preferido por esta vez hacer el viaje solo y hablar únicamente consigo mismo, y pocas veces.
Antes de la puesta del sol, Gaar ya había despellejado la pieza y armado tres hogueras en semicírculo frente al agua. Colocó dos patas sobre el fuego y se dio un baño en el río, deseoso de quitarse la sangre, el sudor y el polvo. Poco después, el olor de las patas asadas le convencía que ya estaba lo bastante limpio.
Ahíto de la cena y el día, tiró los restos al río y se limpió la grasa de las manos en el agua. Colocó su zurrón cerca de una hoguera, apoyó encima la cabeza y clavó el cuchillo de hueso en el suelo a su lado.
Tumbado mirando las estrellas, se preguntó con qué soñaría esa noche.
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