27 de febrero de 2011

El horror


El calor era insoportable. El día era demasiado caluroso para esas fechas. Apenas soplaba una ligera brisa que únicamente servía para remover el polvo del terreno. Hacía rato que no veía a ninguno de sus compañeros. Ya no recordaba si eso era bueno o malo, había olvidado totalmente la maniobra de despliegue. Estuvo a punto de dar un grito, pero se calló a tiempo, sabía que identificar tu posición podía significar la muerte.

El sol se le clavaba en los ojos como dos clavos ardientes, le obligaba a mirar al suelo y confiar en su oído, que le engañaba constantemente con sus latidos y su propia respiración, acelerados por la adrenalina. Apenas podía respirar, la pendiente le estaba agotando. No sabía cuanto tiempo llevaba ascendiendo. Tenía una vaga idea de que subir había sido una buena idea, pero tampoco recordaba por qué. La vegetación se le enredaba en las piernas, en los brazos, en el torso y convertía cada paso en una empresa titánica.

 Se arrojó sobre su estómago cuando vió la silueta a pocos metros. ¿Cómo podía no haberlo oído?. Estaba allí mismo, a menos de 15 metros, ascendiendo también penosamente la ladera. Controlando la respiración se puso de rodillas e intentó encontrar a su enemigo. No veía nada, maldito sol. Improvisó una visera con su mano, y ahora sí, ahí estaba, mirando ligeramente hacia el oeste, fuera de su posición.

Ajustó el fusil contra el costado y esperó, si seguía ascendiendo tendría un disparo perfecto. 12 metros, 10 metros... era el momento. Se enderezó sigiloso, apuntó y disparó. Una, dos, tres veces. Su objetivo reaccionó de inmediato, sabía dónde estaba de antemano. Los proyectiles se cruzaron en el camino, le dió tiempo a pensar lo improbable que sería que dos de ellos impactaran uno contra otro, como en un baile cuántico. 

De pronto, todo acabó.

Notó el impacto en la pierna, y luego en el pecho. Incrédulo, sin sentir apenas nada más que sorpresa, se palpó el pecho y vió la mancha de pintura amarilla... maldito Pablo Moya!


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